domingo, 17 de mayo de 2009

La muerte del mundo real (II)


El prejuicio de la realidad


Las reflexiones que a partir de ahora vamos a hacer tal vez podrían considerarse como lugares comunes, planteamientos ya completamente superados por la historiografía actual si no fuese porque el hombre de la calle, el ciudadano corriente, el profano en el vasto campo de las Bellas Artes pero interesado en su contemplación y aficionado a su disfrute sigue eludiendo hoy día la visita a las exposiciones de pintura o escultura contemporáneas simplemente porque no sabe qué pensar sobre este complejo estético, no tiene referencias vitales válidas a propósito del mismo y sus obras “no le dicen nada” que sea capaz de comprender y, sobre todo, de asimilar.

“A mí es que el arte moderno no me gusta”; “Chico, yo es que, la verdad, no lo entiendo”; “Pero, por Dios, ¿cómo es posible que un saco de arpillera pegado a una tabla pueda ser una obra de Arte?”; “A mí me parece que todos estos artistas modernos no son más que una pandilla de caraduras y vividores que nos toman el pelo...”





(Nikolai Svetin: Suprematismo. 1920-1921. Museo Thyssen-Bornemisza)

Reconozcamos que una y otra vez siguen escuchándose estas frases en las salas del Centro de Arte Contemporáneo Reina Sofía, en la Bienal de Venecia, en el Museo Thyssen o en cualquiera de las muchas galerías de pintura de nuestras ciudades. Galerías que, dicho sea de paso, apenas son frecuentadas por otras personas que no sean especialistas en la materia, familiares más o menos directos del artista o un nutrido grupito de “snobs” que, sin entender una palabra de arte contemporáneo, se dejan ver por las salas de exposiciones más vanguardistas sin otro propósito que, precisamente, el de “dejarse ver”.

Y no se soluciona el problema tachando al espectador de inculto, zafio, insensible e ignorante. Los insultos no conducen a nada. Reconozcamos que la lectura de una crítica de arte contemporáneo en una revista especializada o en un periódico resulta para quien no esté mínimamente iniciado en ese complejo mundo una tarea ardua, difícil y poco apetecible. Es así como el arte actual se convierte en privilegio de una élite, ya que la originalidad de sus propuestas choca brutalmente con los esquemas tradicionales, cómodos, de una sociedad que sigue identificando el concepto del Arte con las grandes obras del pasado (máxime en un país como el nuestro, cuna de las más excelsas figuras de la pintura de todos los tiempos), negando la categoría de “obra de arte” a todo lo que se aleje del planteamiento clásico, figurativo, tradicional, conocido, tranquilizador. Esa sociedad, salvo el pequeño grupo de intelectuales de vanguardia capaces de orientarse con maestría en ese complejo mundo del arte contemporáneo, sigue amarrada fielmente a lo que el crítico René Berger llamaba el prejuicio de la realidad.

El prejuicio de la realidad ha sido desde comienzos de nuestro siglo, e incluso ya desde la eclosión del Impresionismo en 1874, la gran enfermedad del Arte. El aprovechamiento de las propiedades de la emulsión de la plata sobre una placa de cobre y el perfeccionamiento del daguerrotipo por Louis Daguerre en 1838 (germen de la futura fotografía) cuestionó uno de los, hasta entonces, principios fundamentales del Arte de la Pintura: su supuesta misión de reflejar fielmente la realidad. El diabólico invento de Daguerre hacía tambalearse la secular consideración de los grandes maestros como testigos de sus respectivas épocas y fieles cronistas de los acontecimientos que las marcaron y caracterizaron.


La rendición de Breda. Diego Velázquez (1635) Museo del Prado.

En efecto: Goya, Velázquez, Rembrandt, Rubens, etc. fueron testigos de su tiempo al reflejar en sus paisajes, sus retratos o sus escenas históricas hechos, imágenes y realidades imposibles de constatar visualmente de otro modo. No tenemos la certeza de que la entrega de las llaves de la ciudad de Breda al general Ambrosio de Spínola aquel brumoso día de junio de 1625 se realizase del modo en que Diego Velázquez nos lo muestra en Las Lanzas, pero al no disponer de otros datos nuestro conocimiento objetivo del hecho estará siempre ligado estrechamente a la genial imagen salida de los pinceles del sevillano. Otro tanto podemos decir del Dos de Mayo de 1808 en la Puerta del Sol, la Ronda nocturna o incluso las “vedutte” venecianas de Antonio da Canale. Nunca sabremos con certeza cómo se produjo la carga de los soldados mamelucos contra el pueblo de Madrid, en qué disposición partieron los guardias del capitán Cocq para realizar su ronda de vigilancia o qué aspecto tenía la Venecia del Settecento si no es a través de los ojos y los pinceles de Goya, Rembrandt o el Canaletto. Por ese motivo la Pintura adquiere el rango de fuente histórica ante la falta de otro tipo de noticias. Y por ello el hombre contemporáneo tiende a identificar lo que el cuadro representa con la realidad objetiva de lo representado.

Por lo que se refiere a otro tipo de representaciones, ya no específicamente históricas, los grandes maestros del pasado trataron de imitar la realidad del modo más fiel posible, haciendo de esa imitación un paradigma o ejemplo de su habilidad y de su mérito artístico. Todos tenemos en mente esos bodegones soberbios de Zurbarán en los que casi parece posible agarrar el asa de una jarra de latón o levantar un frutero de cerámica. Todos podemos extasiarnos con los brillos de las condecoraciones que Carlos IV luce en sus retratos realizados por Goya. De Velázquez dijo Antonio Palomino que entre los personajes de Las Meninas parecía haber "ambiente", es decir, aire que difumina las formas como sucede en la realidad... Toda la Historia del Arte es, en definitiva, una demostración de que el hombre ha utilizado su creatividad para representar la Naturaleza circundante, reflejándola en múltiples escenas, temas y motivos, pero siempre imitándola de la forma más fiel posible.

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