miércoles, 27 de junio de 2012

TEMPUS FUGIT


TEMPUS FUGIT (“El tiempo huye”)
(Texto ganador del "Concurso de relatos cortos V Jornadas Medievales - 2012" de Anento)


-  ¡Va, todos a una! ¡¡Aaaaaaaarrriba!!

Los tres muchachos alzaron el poste del pabellón hasta ponerlo vertical. Era el último que quedaba por montar. Carlos apremió:

-  ¡Venga, chicos, que es el último! ¡Éste vamos a vestirlo bien, que será el de exposición…!

El campamento tenía un aspecto estupendo. Más de diez tiendas conformaban un verdadero “castrum” medieval con su toldo en el centro, cobijando las mesas y bancales que habrían de servir para guarecerse de la lluvia (las previsiones meteorológicas eran inquietantes, aunque en ese momento lucía un sol espléndido) durante las comidas y actividades al aire libre propuestas en el programa del evento. Las “V Jornadas Medievales de Anento” prometían ser ese año las mejores que hasta la fecha se habían celebrado en la bella localidad zaragozana. No iba a faltar detalle, se habían cuidado hasta los aspectos en apariencia más nimios: la vajilla, la cubertería, los materiales de escritura, los talleres de cosido de cuero, y hasta de trabajo de forja y reparación de cotas de malla respondían en todos los aspectos a los que debían realizarse en un campamento medieval de mediados del siglo XIV. Los recreacionistas, impecablemente vestidos con sus trajes de faena, habían puesto toda la carne en el asador en un órdago a la grande. Y eran plenamente conscientes de ello.

El último pabellón estaba por fín alzado y listo. Carlos, Luis, Mariano y Chorche cubrieron el suelo con pieles de cabra y colocaron en el interior la cama de listones de madera (sin un solo tornillo u otro material anacrónico) y colchón de plumas cubierto con mantas de piel de oso, los anaqueles con sus lámparas, vajillas y libros, la mesa con su candelabro de tres brazos y la pequeña reproducción de la “Majestat Batlló” a modo de altar portátil, la silla de tijera con su piel de oveja, los colgadores con el gambesón y otras prendas caballerescas y el baúl con el resto del ajuar de un noble aragonés de la época. En la cabecera de la cama descansaba la espada del caballero con su vaina y correajes. La tienda de don Atho de Foces no tenía nada que envidiar a la que seis siglos antes hubo de disfrutar el ricohombre de natura del reino de Aragón para quien estaba destinada.

La tarde había sido dura. Tras la cena la sobremesa no se alargó mucho pues todos los participantes en el evento estaban reventados de cansancio y, poco a poco, fuéronse retirando a sus lugares de pernocta. Alberto fue de los primeros en despedirse. Los ojos se le cerraban de puro sueño y se dirigió hacia el albergue y coger la cama con todo el gusto del mundo. Vestido con el camisón, la saya, el tabardo, la crespina, el cinto y la capa, rebuscó en su bolso las llaves del coche para recoger en él su equipaje, abrió la portezuela y se sentó en el asiento del conductor. Antes de abrir el maletero, le invadió una profunda sensación de cansancio e inclinó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos. Pensó en el trabajo que les esperaba a todos en los dos próximos días y se quedó irremediablemente dormido…

Le despertó el canto de un gallo, muy cerca de su cabeza. El día era brumoso, la niebla apenas permitía atisbar unos metros por delante del parabrisas… “Un momento” -pensó Alberto en ese atontamiento del despertar- “¿Me he quedado dormido toda la noche? ¡La madre que me parió, si tenemos que preparar el desfile antes de las diez!”… Pero justo entonces, al mirar bien, descubrió que no estaba sentado en el cómodo asiento del automóvil, sino en un poyo de piedra, con la cabeza reclinada en un murete y los huesos doloridos por la frialdad y la dureza de su incómodo lecho. Se puso en pie, súbitamente, y alzó la vista hacia la villa. El aspecto que ofrecía Anento, entre la bruma, era completamente distinto. La plaza con su pintoresco árbol-fuente, el parque donde se levantaban los pabellones, la casa de Cultura y su bar... todo había desaparecido. Ante él se alzaba una muralla maltrecha sobre la cual se asomaba un campanario que, justo en ese momento, comenzó a voltear sus campanas anunciando la hora de apertura de las puertas…

Alberto estaba absolutamente confuso. “A ver… recapitulemos… yo me he quedado dormido en el coche… ¿Dónde está todo el mundo, qué hora es, qué diablos está pasando?” Rebuscó en el bolso de tela que colgaba a su costado y no pudo hallar más que una docena de florines de oro y plata con la efigie de San Juan Bautista. Ni las llaves del coche, ni el móvil, ni los pocos euros que llevaba en previsión de posibles gastos. Nada…

Buscando una respuesta a las miles de preguntas que se agolpaban en su cabeza, Alberto dirigió sus pasos hacia la cuesta que parecía conducir a las murallas de adobe de la villa que se alzaba en la cúspide de la colina. Poco a poco la bruma fue dejando paso a un tímido sol veraniego que iluminaba los muros de piedra y argamasa. Cansado por la caminata, Alberto llegó a un portillo que acababa de abrirse y fue detenido por un par de guaytas armados con lanza y espada que le dijeron algo, sonrientes, en una lengua que parecía una mezcla de aragonés antiguo y latín y que no pudo comprender del todo (¿Qui soz vos, senyer? ¿Cosa querez, tan tempranero? ¿Alcaso dentrar ta la villa a ista ora del maitín?)[1], aunque le sonaba a prohibición del paso y petición de cuentas con cierta sorna. Mas como todo el mundo tiene un precio en esta vida Alberto echó mano a su bolso, sacó dos monedas de plata y se las dio al guayta en silencio y con ademán soberbio mientras acariciaba la empuñadura de la daga que colgaba de su cinto. El soldado no hizo más preguntas. Guardó las monedas en su faltriquera, agachó la cabeza en un saludo, se apartó respetuosamente a un lado y le dejó el paso franco… Sudando de puros nervios tras ese primer “examen” de su propio personaje histórico, el “caballero” penetró en la ciudad por la puerta sur dejando a los guaytas comentando lo extraño de que un noble señor no fuese a caballo y acompañado de sus criados y guardias de escolta…

La villa comenzaba a bullir de actividad a esa temprana hora, pero se notaba un ambiente de temor en las calles. Anento era apenas un villorrio que parecía esperar una catástrofe cercana y Alberto encaminó sus pasos hacia el interior cayendo poco a poco en la cuenta de que, por razones que la lógica era incapaz de explicar, tenía la inmensa fortuna (o desgracia) de encontrarse en la villa de Anento en… ¿en qué fecha? Comprobó que la torre de la iglesia de San Blas tenía un aspecto distinto, el pavimento -cubierto con paja seca en algunos tramos- era de tierra con huellas de herraduras, no había aceras y las casas estaban construidas en madera y adobe, de apenas un solo piso de altura y con las puertas y ventanas enmarcadas en madera tosca. Algunas mujeres barrían los portales y dejaban su faena bruscamente, inclinando la cabeza con asombro a su paso, como si les extrañase ver en las calles del villorrio a personaje tan aparente. Alberto tuvo que apartarse un par de veces para dejar espacio a unas mulas  que se dirigían al centro de la villa. 

De pronto, a sus pies, vislumbró algo entre el polvo y la paja. Se agachó y recogió del suelo un tosco colgante de madera con la imagen de la Virgen. Alguien, en su precipitación, debía haberlo perdido. Tenía que llevarse al menos un recuerdo de su sueño, si es que tal era lo que le estaba ocurriendo…

Fue al llegar a la plaza mayor, donde empezaban a juntarse mujeronas que acudían temerosas con bultos al hombro, comadres parloteantes, ancianos y niños de la mano de sus madres, cuando se dió cuenta de que apenas había hombres entre los presentes. Debían estar en el campo, o tal vez preparando la defensa del castillo. Sólo entonces pudo deducir que se hallaba en unas fechas no alejadas de ese año de 1357 en que iba a producirse el ataque de las tropas castellanas a la villa de Anento, en el marco de la Guerra de los Dos Pedros. ¡Los Cielos le había concedido el privilegio de asistir a la auténtica defensa del castillo de Anento  que iba a recrear con sus compañeros! Alberto escuchó a una de las comadres recién llegadas comentar preocupada a una amiga: “Por yo rai, que una enrestida desta alzaria ye muito periglosa ta las chens de la villa, pero cualcosa me diz que uei non ye de costumbre. ¿Ya es llegau dende Daroca micer Martín Polo? Charra, chárrame más de ixe afer de camín enta casa mía…”[2].

Nadie parecía reparar en su aspecto, fuera de las expresiones de respeto que sus ropas causaban en los transeúntes. Pero precisamente su indefensión y la bolsa que colgaba de su costado habían despertado también la codicia de otros personajes no tan respetuosos con su aspecto de noble señor. Cuando Alberto entraba en una estrecha calle que se dirigía a la iglesia de San Blas, sintió un fuerte golpe en la cabeza propinado por un asaltante vestido con harapos que salió de una casucha tras él y le atacó por sorpresa. Antes de caer desmayado sintió cómo urgaban en su bolso y escuchó a uno de sus asaltantes gritar: “¡Por a Santa Cruz, buen brazato de florins levaba iste fozín! ¡Buena borina ta nuei, Somarro!”[3] 

Y Alberto se deslizó en la oscuridad…

Despertó dentro del coche, de nuevo. El sol era radiante y sintió que los huesos le dolían por la postura, mas no notaba ningún malestar en la cabeza. Alberto miró por el parabrisas y todo volvía a estar allí, ante sus ojos, como siempre. La carretera, la plaza, la fuente, el parque… Salió del automóvil sin saber aún si todo había sido un sueño o un viaje en el tiempo. Llegó al campamento, donde todos empezaban ya a prepararse para el desfile hasta la iglesia. Carlos le dijo: ¿Dónde te habías metido? ¡Faltan diez minutos, venga cámbiate! Alberto entró en la tienda de intendencia donde tenía sus ropas. Cuando salió, vestido con el gambesón, almófar, cota de malla, yelmo y espada, no pudo evitar decir entre dientes: “Ni idea, colegas… ¡No tenéis ni idea!”

Desde su pecho, una humilde Virgen de madera miraba también los preparativos de la comitiva.

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[1] “¿Quién sois, señor? ¿Qué queréis, tan madrugador? ¿Acaso entrar a la villa a esta hora de la mañana?”
[2]“Por el rey, que un ataque de esta importancia es muy peligroso para las gentes de la villa, pero algo me dice que esta vez no es uno más. ¿Ha llegado desde Daroca don Martín Polo? Habla, cuéntame más de este asunto de camino a mi casa”
[3] “¡Por la Santa Cruz, buen puñado de florines llevaba este cerdo! ¡Buena juerga esta noche, Somarro!”


martes, 26 de junio de 2012

Fin de curso... "Adiós con el corazón"



Nunca me ha gustado despedirme. Sobre todo cuando lo hago de un lugar y de unas personas que han sido realmente importantes para mí. Pero a veces no queda más remedio y tal vez sea este el momento de hacerlo...

Durante 4 años he impartido clases en el IES "Gallicum" de Zuera y puedo decir sin mentir que han sido de los mejores de toda mi carrera profesional hasta ahora. Una carrera que, al lado de la de algunos de mis compañeros, no es nada pero que abarca ya quince años de docencia, que tampoco son moco de pavo. Desde el punto de vista práctico, han sido los mejores porque levantarte de la cama cada mañana y entrar en clase (a 500 metros de mi casa) es un verdadero regalo. Pero desde el punto de vista humano también han supuesto conocer a un equipo de trabajo realmente bueno, sentirme querido por mis alumnos, apoyado por mis compañeros (los cuales, lo sé de buena tinta, el primer año me miraron como a un bicho raro porque hice esfuerzos palpables por conseguirlo, aunque no con ese fin) y perfectamente integrado en la comunidad educativa zufariense.

Sé que el hecho de vestirme en el aula de monje medieval, de caballero o de moro, saltarme a veces a la torera los programas didácticos para enfocar la clase desde un punto de vista distinto, pasearme por los pasillos con un mandoble o un fusil al hombro y hacer cosas como darles a mis alumnos las preguntas del examen antes de hacerlo son detalles que han llamado la atención y han sido objeto de críticas y de polémicas, pero también es cierto que todo ello ha tenido su justificación pedagógica y ha contribuido a que una clase con Enrique fuese esperada con ilusión y a que los resultados académicos ratificasen esa justificación. Siempre he dicho que para que los alumnos disfruten en una asignatura lo primero e imprescindible es que el profesor disfrute tanto como ellos. Y creo sinceramente que lo he conseguido.

Las vueltas de la vida profesional me llevan ahora a otras tierras, a otros alumnos y a otros compañeros. Al acabar el verano me incorporaré a mi destino definitivo en el IES "Reyes Católicos" de Ejea de los Caballeros, donde seguramente ya se habrán oído rumores de que una especie de pirado soñador va a dar que hablar durante los próximos años en sus aulas con sus métodos peculiares de enseñanza. Pero es algo que hace muchos años que tengo asumido, así que lo que siento ahora mismo es una mezcla de tristeza por lo que dejo atrás y de ilusión por lo que me espera delante. Porque también lo he dicho muchas veces: soy como Mary Poppins... Voy donde creo que hago falta...

Este lunes, 25 de junio, hicimos una emotiva comida de despedida con los compañeros de trabajo del departamento. Fue estupenda, aunque eché de menos a Concha Martínez, que no pudo asistir, pero a pesar de todo lo pasamos estupendamente. Y me hicieron un regalico, unas cajas de modelismo de guerreros medievales (se ve que me conocen ya bastante) que procuraré pintar para tener siempre un recuerdo tangible suyo. Pero lo más importante para mí fue compartir esos momentos con Lola, mi "Jefa", para quien somos "sus niños" (una feliz expresión suya que siempre me ha encantado), con Antonio (un perfecto caballero, exquisitamente educado, que no desentonaría en absoluto con un traje negro y gola al estilo de don Juan de Lanuza V), con Carmen (una excelente compañera llena de sentido común), con Alberto (el cachondo del grupo, que siempre tiene una sonrisa que poner allá donde vaya) y con mi querido y admirado Julio, que no se pierde una así lo aten de pies y manos y sin cuya presencia (y la de tantos otros) nunca podría estar al completo el departamento de Geografía e Historia del "Gallicum"... Os voy a echar mucho de menos.

Gracias a todos los que han entendido que la Enseñanza puede ser una aventura apasionante si sabes encontrar cada día una manera de convertirla en un reto. Gracias a mis alumnos, a todos ellos, los buenos y los malos, porque he aprendido de ellos más de lo que creen (entre otras cosas, a sentir cariño por ellos y a tener paciencia para comprender que son adolescentes en busca de sí mismos, que es la más dura de las tareas que tienen que afrontar). Y gracias a mis compañeros, a todos ellos, porque también he aprendido que ser docente es una vocación por encima de todo.

En fin... Cuando me preguntan si estoy casado y si tengo hijos siempre respondo lo mismo: no estoy casado, pero tengo ciento y pico hijos. Cada año diferentes... Y encantado de la vida. Así que ahora voy a conocer a los de Ejea de los Caballeros, que no saben aún lo que les espera... He estado esta misma mañana. Y promete.

No me gustan las despedidas. Por eso no digo nunca "Adiós" sino "Hasta siempre"...

Un abrazo muy fuerte a todos. Y buena suerte.

Enrique Villuendas
Profesor de Enseñanza Secundaria