miércoles, 8 de diciembre de 2010

Un homenaje a un gran sabio.


Hoy, queridos cachorros, quiero hablaros de un periodista...


Uno, en su ignorancia, tiene algunos referentes culturales que se han adquirido bien de oídas, bien de lecturas a lo largo de arduos años de trabajo y estudio. En la vida cotidiana, más o menos a menudo, oyes hablar de grandes personalidades de las Artes, las Ciencias y las Letras a través de diversas exposiciones, conmemoraciones de aniversarios, grandes eventos, presentaciones de libros, conferencias, ciclos, cursos y cursillos etc. Grandes hombres y mujeres cuya vida y obra a lo mejor ni conoces, y tal vez ni siquiera llegas a conocer nunca, pero sabes que son importantes, que merecen ser estudiados, aunque a ti tal vez no te interesan en absoluto. Está muy claro que no es necesario amar la Medicina para saber que Ramón y Cajal o Severo Ochoa son dos de los más ilustres médicos e investigadores que España ha dado a esta Ciencia. Y del mismo modo, no es necesario haber leído a García Márquez, a Miguel Hernández e incluso a los mismísimos Cervantes, Quevedo y Lope de Vega para, por lo menos, intuir su capital e insustituible aportación a esa jerga que ahora tan mal se acomoda a la mentecatez autonómica patria y que tiene el bello nombre de Lengua Española.

Hace ya años se añadió uno de estos grandes hombres a mi galería personal de referencias culturales, esta vez en lo que al campo de la Historia se refiere. En mi caso concreto ese cajón del archivo de mis devociones y mi memoria cuenta con las fichas de individuos como Herodoto, Tucídides, Jenofonte, Tácito, Polibio, Suetonio, Tito Livio, Vasari o, más recientemente, Robin G. Collingwood, Albert Soboul, Lucien Fevbre, Marc Bloch, Fernand Braudel, Georges Duby, Jacques Le Goff, Manuel Tuñón de Lara, Claudio Sánchez Albornoz, Américo Castro, Ramón Ménendez Pidal, Josep Fontana, Julián Casanova, Emilio Mitre, Julio Valdeón, Juan Pablo Fusi, Fernando García de Cortázar, Javier Tusell y un amplísimo etcétera. Ninguno de los mencionados ha dejado de aportar interesantes reflexiones y, a veces, testimonios realmente importantes y sorprendentes a la Historiografía. Sin embargo echaba en falta algo de lo que muchos de estos grandes historiadores adolecen: la capacidad de emocionar, de conectar con un público al que la Historia le resulta todavía una disciplina llena de fechas, de grandes nombres, de sangrientas batallas y de intragables estadísticas. Y fue entonces cuando lo encontré.

Se llamaba Indro Montanelli, era periodista y lo conocí a través de una de sus obras maestras: la Historia de Roma, publicada en 1957 a través del famoso diario milanés Corriere della Sera. Una sorprendente historia de Roma que hablaba de los ataques de colitis que casi hicieron a Augusto perder la batalla de Filippos o la vergüenza que Julio César sentía por su calvicie, de manera que se peinaba con el pelo hacia adelante para disimularla. Y todo ello basándose en la información que proporcionan individuos como Tácito, Tito Livio o Suetonio. Una información tan cachonda como la que contiene su posterior Historia de los griegos (1959), a la cual no quiso titular Historia de Grecia por la sensata razón de que Grecia no existió jamás como unidad política. Y por eso su historia es de los griegos: de Clístenes, Solón, Licurgo, Pericles, Alcibíades, Fidias, Policleto, Sócrates, Herodoto, Tucídides, Jenofonte y todos aquellos que construyeron, conjuntamente separados, la Historia de la Grecia Clásica.

Indro Montanelli no solo escribió estas dos magníficas obras, estas joyas encuadernadas (como las que ya llamé así en otra ocasión), sino que también publicó cientos de artículos y otros muchos libros. Sin embargo considero que sobre la primera de estas pequeñas maravillas merece la pena hacer algunas reflexiones. Esta obra, la Historia de Roma, levantó ampollas en los medios académicos italianos, primero, y luego mundiales. Por primera vez alguien, ¡un periodista!, se atrevía a perder el respeto a la sagrada civilización del Tíber y mostraba sus entresijos menos gloriosos pero infinitamente más interesantes. Los insufriblemente aburridos miembros de la comunidad universitaria de la Historia, acostumbrados a escribir crípticas páginas inteligibles sólo para su reducida camarilla (el honorable ámbito académico, que le llaman), pusieron a don Indro a parir, ante lo cual imagino al genial periodista partiéndose de risa ante el mosqueo del respetable.

No sé yo si captáis la gravedad del asunto. Ved, por ejemplo: Octavio Augusto, el gran Augusto, el primer emperador de Roma, hijo adoptivo del divino César, el artífice de la Pax Romana, el forjador de un Imperio... tenía continuas diarreas. ¡No veas el cachondeo! Imaginad la escena, en plena batalla de Filippos contra Casio y Bruto, los cesaricidas, esas turmae de caballería que cargan sin tregua contra las cohortes leales y ese Marco Vipsanio Agripa que llega echando los hígados a la tienda de Octavio a preguntar dónde coño se ha metido su jefe que no está cabalgando al frente de sus bravos:

-¡Los jinetes de Casio están haciendo una carnicería en nuestro flanco derecho, y Marco Antonio no logra contenerlos! ¿Dónde demonios está Octavio?

-Cagando. Tiene otro de sus ataques de colitis.

-¡Joder con los césares y con la madre que los parió!

Y ese César en un rincón, tembloroso, haciendo sus necesidades evacuatorias dentro de un casco de legionario que le han dejado ad hoc mientras se devana los sesos pensando cómo va a limpiarse su augusto culo para que no se le hagan ampollas al montar sobre el caballo, si es que antes no le hace picadillo la caballería enemiga...

Pues sí cachorros: ése, y no otro, era el divino Octavio Augusto, fundador de Mérida, Zaragoza, y tantas otras colonias, que expandió las fronteras del imperio romano hasta límites hasta entonces desconocidos, que supo organizar magistralmente todas esas provincias conquistadas, acaparando un poder insospechado y, atención, todo ello manteniéndose dentro y en nombre de la más estricta legalidad, de acuerdo con las leyes de la República, hacia las que Augusto siempre sintió un reverencial respeto. Un ilustre cagón reumático que a menudo tenía fortísimas cefaleas y problemas intestinales. Esto no lo cuenta así el periodista italiano, claro, pero todos hemos sufrido alguna vez esas humillantes urgencias y no es difícil imaginarlas. Lógicamente los medios académicos no iban a perdonar a Montanelli el haber desvelado al mundo, a la opinión pública, tan terriblemente prosaica realidad. No es de extrañar que pidieran para él poco menos que la crucifixión.

Sobrevivió a una condena a muerte en el año 1944, pero nada pudo impedir que a las 17.30 del domingo 22 de julio del año 2001, en la habitación 610 de la clínica Madonnina de Milán, se apagase el gran Indro Montanelli a sus ya 92 venerables años. Como ha querido recordar su último director, Ferruccio de Bortoli, en realidad con él acabó verdaderamente el Novecento italiano, el siglo de Indro. En su honor compré, leí de nuevo y disfruté de esa Historia de los griegos, esa Historia de Roma y la posterior Historia de la Edad Media (escrita en colaboración con su discípulo Roberto Gervaso), contadas maravillosamente, como yo siempre quise que me las contaran. Fue mi pequeño homenaje. Y os recomiendo vivamente que hagáis lo mismo. Os reconciliará con esa aburridísima Historia que, tal vez, os hicieron aprender en la juventud profesores tan plastas como los que tuve yo.

¡Salve, Indro!

No hay comentarios:

Publicar un comentario