martes, 25 de octubre de 2011

Olor a libros... (homenaje a una librería)

Siempre me ha gustado el olor a celulosa que tienen las páginas de los libros recién comprados... A menudo suelo abrirlos por las hojas centrales y hundo la nariz en la costura interna de su encuadernación para embriagarme de ese olor. No sabría cómo describirlo, es algo así como el aroma de la cultura, el recuerdo de mundos vividos entre las páginas de libros que me acompañan desde la niñez, el amor, la nostalgia y el agradecimiento por los buenos y bellísimos momentos que me han hecho vivir mis libros durante centenares, miles de horas de lectura apasionada. Y es que a pesar de los e-books y de internet, el olor de las páginas de un libro es el olor del saber, un saber que -lejos del conocido dicho- ocupa más lugar del que me gustaría pero que estoy dispuesto a ceder gustoso frente a otras aficiones. Así tengo la casa: llena de libros.

En esta tesitura y con estos pensamientos, hay un lugar de Zaragoza que me atrae más que la miel a las abejas: la Librería General del Paseo de la Independencia. En una ciudad caótica donde las obras y los atascos han acabado hasta con la librería Lepanto (de triste recuerdo) o últimamente el Gyros griego en el que trabajaba mi amigo Leo, la General ha aguantado firme desde la Segunda República (¡fue fundada en 1932, que se dice pronto!). He sido (y sigo siendo) cliente habitual de ese templo de cultura, me he dejado gozosamente una pasta gansa en él, me han atendido siempre con una amabilidad y profesionalidad admirables, soy casi como de la familia y no hay un momento desde mis años de estudiante en el que no aparezcan de una manera u otra recuerdos de sus pasillos, sus anaqueles, sus secciones y, sobre todo, su olor... Esa mezcla de ambientador y de páginas de libros llenas de historias que contribuyeron a forjar la persona que soy ahora... Y el profesor, claro.


Pero hablaba del olor a libros... Y la razón es que la semana pasada, mientras entraba una vez más en la Librería General de Zaragoza con esa sensación de gozo y calma que me embarga cada vez que cruzo sus puertas, sorprendí una conversación entre tres niños de no más de siete u ocho años que esperaban en la puerta a que saliesen sus padres. Discutían -con esa graciosísima seriedad que un niño da a asuntos que a los "mayores" nos parecen nimios y sin importancia- precisamente sobre el filosófico tema de "¿A qué huele una librería?". Y la cosa iba poco más o menos así:

- ¿Y a qué va a oler? ¡Pues a libros!

- Pues no. ¡En la General huele a ambientador...!

- Claro, porque si no, en verano, ¡olería a sobaco! (risas)

Pero fue el tercero el que dió la puntilla:

- ¡Estáis equivocados los dos! ¡En la Librería General huele a una mezcla de ambientador y libros!

Si no hubiera resultado extraño, le hubiera dado un beso al chaval por lo inocente y lo apropiado de su respuesta. Pero, eso sí, entré en la General con una sonrisa de oreja a oreja.

Y sí: olía a ambientador... y a Cultura.

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