viernes, 14 de octubre de 2011

¡No me gustan las fiestas del Pilar! (con perdón)

Pues no...

Desde el más profundo respeto hacia quienes esperan estas fiestas como agua de octubre (que mayo queda ya lejos), hacia quienes las disfrutan como puerco en lodazal y hacia quienes compiten por no perderse un solo acto de los centenares programados, yo soy uno de los pocos zaragozanos (o muchos, vaya usted a saber) que procuran por todos los medios huir de la capital del Ebro, de la Ofrenda de Flores, del Rosario de Cristal, de las ferias y de Marianico el Corto en cuanto asoman en lontananza la primera semana de octubre.

Y es que a mí no me gustan las fiestas del Pilar. Al menos, las de ahora. Así como hay zaragozanos y visitantes que disfrutan de no poder andar por la calle, del hacinamiento de gente durante el pregón, de encontrarse con una docena de estatuas humanas en los paseos, de considerar el uso del coche una utopía en esta semana de fiestas (y no digamos nada de la azarosa aventura de aparcarlo), de los innumerables cortes de tráfico, de vandalismos varios motivados por el peligroso cóctel de alcohol e incivismo, de tener que hacer colas interminables delante de cualquier atracción y/o espectáculo programado (llámese concierto, obra de teatro o representación de títeres), para mí todo eso no es sino un incordio que interrumpe el normal funcionamiento de la ciudad y mi mayor deseo al comienzo de las fiestas es... que acaben cuanto antes.

Vale que me estoy convirtiendo en un cuarentón intolerante que camina con dificultad hacia la cincuentena, y conste que lo que digo lo hago desde el mayor respeto hacia mis conciudadanos que tienen el mismo derecho que yo a expresar su opinión y a disfrutar del jolgorio, pero es que para mí eso de "fiestas populares" significa "fiestas masificadas", y a mí la masificación siempre me ha dado miedo desde que a los tres años mis padres me llevaron a las ferias y me dió tal ataque de pánico ante los ruidos, las voces y las lucernarias que nunca he dejado de pisar el recinto ferial (primero en Tenor Fleta, luego en la explanada del Príncipe Felipe... y a Valdespartera aún ni siquiera he ido) sin un sentimiento de congoja y de sordo rechazo en el pecho.

No, no me gustan las "fiestas populares". Ni las de aquí, ni las de los pueblos. Yo soy de los de paseo tranquilo por Independencia, visitando librerías, comprando libros, disfrutando un café en una terraza del centro mientras leo, de los de visitar museos y exposiciones guapas (antes se solía programar alguna magnífica durante estas fiestas: "El Settecento veneciano", "Aragón y la pintura del Renacimiento", "Aragón, reino y Corona"... y cosas así, pero ahora ni flores), de cenar por ahí con los amigos y acabar en una tetería tomando un té y fumando una cachimba (que con la ley antitabaco ya ni eso se puede)... Soy un carroza aburrido, supongo. Y, claro, llegan los pilares y se encuentra uno con más de un millón de personas en la capital del Ebro, con gente por doquiera que vayas, con dificultades hasta para cruzar una calle cortada por un desfile, una ofrenda o un rosario de cristal (que es precioso, pero que lo tengo ya muy visto) y con la imposibilidad de entrar en un restaurante para cenar con los amigos porque está todo petado hasta la bandera y, como digo, mi sentimiento más intenso es el de desear que todo vuelva a la normalidad cotidiana.

"Deberías meterte en una peña, chaval, y disfrutar de la fiesta desde dentro..."


Vale, colega. Una peña... El alma de la fiesta, los que "dan ambiente", los que construyen la idiosincrasia de los festejos zaragozanos. Pues sí, voy a poner el dedo en la llaga y que me perdonen quienes se sientan ofendidos, pero yo veo las cosas de otra manera. Y es que hay dos maneras básicas de contemplar el fenómeno del "peñismo". Para quienes forman parte de él, la peña es un motivo de orgullo (algunas de ellas tienen décadas de existencia y se vanaglorian de ello, lo cual es muy lícito y respetable), un lugar de encuentro de compañeros y amigos, una hermandad unida por las ganas de divertirse y de disfrutar, una comunidad de devoción hacia la Virgen del Pilar (muchas de ellas salen en la Ofrenda vestidas -o "disfrazadas", que de todo hay- de baturros y baturras), una plataforma de trabajo y de inversión de cara al público (pabellón Interpeñas, conciertos, comidas de hermandad, presupuesto...)... Pero para mí (que he estado dos o tres veces en el pregón de las peñas y las he visto desfilar en medio de efluvios etílicos) las peñas son una ocasión de descontrol, de borrachera continua, de identificación "fiesta= alcohol", de blusones que un día fueron blancos y a los tres minutos acaban rosados por el vino o el calimocho o amarillentos por la cerveza derramada en un espectáculo patético que a algunos les hace exclamar "¡Pero qué bien se lo pasan estos jodíos!" y a otros nos da vergüenza ajena....

Y no, no me hagan comulgar con ruedas de molino: yo he visto con mis propios ojos a niños de dos y de tres añitos dormidos, vestidos con el puto blusón (que me parece una horterada, pero eso ya es una apreciación personal), en medio del pregón de Interpeñas, con los padres empujando orgullosos el carrito y arrimándose cada dos por tres a la bota del vino o el bidón de calimocho y cerveza en la camioneta tuneada (llamada por ellos "carroza") en una maravillosa lección de civismo y de educación para los jóvenes, enseñándoles desde bien chiquitines que divertirse en fiestas significa coger un colocón del doce y que si no bebes eres un aburrido y un tiñalpa que no sabe lo que es la juerga. He visto peñistas tirados por el suelo con la vomitona a punto de caramelo (o directamente ya expulsada) mientras otros les pasan por encima, los miran y sonríen pensando "¡Anda éste, lo bien que se lo ha pasado!"... Conmovedor.

Sí, sí, vale. Ya sé que todo eso debería ser la excepción y que los dignísimos representantes del colectivo interpeñas (que merecen todos mis parabienes porque me consta que lo único que persiguen es el disfrute de las fiestas con civismo y con respeto hacia todo el mundo) hacen esfuerzos sobrehumanos cada año por evitar esos espectáculos lamentables: el borrachuzo tirado por los suelos, las toneladas de mierda (vasos de plástico, vomitonas, barriles vacíos...), la imagen deplorable del alcohol adueñándose de todo. Pero lo que hay es lo que hay. O al menos, es lo que yo veo y cómo lo veo. Y la imagen que tengo de las sobrevaloradas peñas (al menos a mi entender) es esa: bailoteo con la charanga, borrachera y resaca. Y lo respeto, naturalmente. No voy a firmar ningún manifiesto ni voy a levantar la voz contra las peñas, ni voy a denunciar a quienes dan esa imagen de las mismas. Pero no me negaréis que es una razón más para terminar como empecé: diciendo que... ¡No me gustan las fiestas del Pilar!...

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