Corrían tiempos de guerra en Aragón y el barón de Ejulve, don Fadrique, hombre celoso y de malas pulgas, debía partir a luchar contra los moros. Mas era su mujer, doña Leonor, muy bella dama, y muy sensual, joven y lujuriosa y temía el señor conde que durante su ausencia pudiera conceder sus deliciosos favores a algún buen mozo de la corte, que ya el noble caballero se había percatado de cómo miraban a su esposa algunos de sus criados más jóvenes. Así pues, decidió don Fadrique colocar a doña Leonor el virtuoso cinturón de castidad, cerrándolo con un candado para evitar que nadie plantase árbol alguno en el bosque que por derecho de matrimonio a él sólo pertenecía...
Cogió, pues, el barón la llave que su honra guardaba y la metió satisfecho en su cinto, llevándola con él a tierra de moros y dejando a su esposa muy apesadumbrada, sin duda por la separación de su marido. Pero aún no se había disuelto en el aire el polvo levantado por el último de los caballos de su mesnada cuando ya doña Leonor llamaba a su lado a un muy hermoso doncel de nombre Alonsillo para que sustituyese a don Fadrique en el recién abandonado lecho.
Llegó presuroso Alonsillo a la cámara de sus señores y al descubrir el odioso cinturón en torno al airoso talle de la bella, rompió el pobre muchacho en lamentos, pues ya veía su gozo en un pozo y sus ardores sin agua que los calmase. Risueña y traviesa doña Leonor, dijo al joven Alonsillo que no se apurase, que fuese a la herrería del castillo y trajese utensilios adecuados para quebrantar el incómodo artefacto que sus partes más sensibles atenazaba y cuyo sabor prometía al muchacho que iba a permitir catar.
Iba Alonsillo a protestar con buenas razones, pero al ver ese cuerpo deseoso de pasión, sintió crecer desmesuradamente cierta parte de su cuerpo y no pensó más. Fue el criado a la herrería, trájose de ella tenazas, cizallas y otros instrumentos, rompió delicadamente con ellos el cinturón que la cintura más deseada ceñía y... lo que a continuación ocurrió no creo necesario describirlo porque la mayoría de quienes me escuchan saben de qué hablo, y los que no lo saben no deberían estar aquí...
Hasta tres años transcurrieron mientras el señor don Fadrique ganaba títulos y tierras en el sur mientras su esposa gozaba con su Alonsillo, uno en brazos de la otra y viceversa, aunque en secreto para no estar en boca de todos y poniendo precaución con bebedizos y otros remedios para no quedar encinta la dama. Cada vez que el joven semental hacía saber a su amada sus preocupaciones a propósito del momento del retorno de su señor, lo callaba la dama con sus besos y le susurraba al oído que hablase menos y cabalgase más, pues todo estaba bien calculado de antemano. Ante lo cual el muchacho no tenía más remedio que obedecer con todo su pesar...
Y como todo pasa en esta vida, pasó también el tiempo y un buen día llegaron al castillo heraldos que traían la nueva de que don Fadrique, señor de Ejulve, entraría en sus tierras de ahí a una semana y que todo debía estar preparado para una gran fiesta, pues muchas eran las riquezas atesoradas en sus victoriosas batallas contra los enemigos de Cristo.
Cogió, pues, el barón la llave que su honra guardaba y la metió satisfecho en su cinto, llevándola con él a tierra de moros y dejando a su esposa muy apesadumbrada, sin duda por la separación de su marido. Pero aún no se había disuelto en el aire el polvo levantado por el último de los caballos de su mesnada cuando ya doña Leonor llamaba a su lado a un muy hermoso doncel de nombre Alonsillo para que sustituyese a don Fadrique en el recién abandonado lecho.
Llegó presuroso Alonsillo a la cámara de sus señores y al descubrir el odioso cinturón en torno al airoso talle de la bella, rompió el pobre muchacho en lamentos, pues ya veía su gozo en un pozo y sus ardores sin agua que los calmase. Risueña y traviesa doña Leonor, dijo al joven Alonsillo que no se apurase, que fuese a la herrería del castillo y trajese utensilios adecuados para quebrantar el incómodo artefacto que sus partes más sensibles atenazaba y cuyo sabor prometía al muchacho que iba a permitir catar.
Iba Alonsillo a protestar con buenas razones, pero al ver ese cuerpo deseoso de pasión, sintió crecer desmesuradamente cierta parte de su cuerpo y no pensó más. Fue el criado a la herrería, trájose de ella tenazas, cizallas y otros instrumentos, rompió delicadamente con ellos el cinturón que la cintura más deseada ceñía y... lo que a continuación ocurrió no creo necesario describirlo porque la mayoría de quienes me escuchan saben de qué hablo, y los que no lo saben no deberían estar aquí...
Hasta tres años transcurrieron mientras el señor don Fadrique ganaba títulos y tierras en el sur mientras su esposa gozaba con su Alonsillo, uno en brazos de la otra y viceversa, aunque en secreto para no estar en boca de todos y poniendo precaución con bebedizos y otros remedios para no quedar encinta la dama. Cada vez que el joven semental hacía saber a su amada sus preocupaciones a propósito del momento del retorno de su señor, lo callaba la dama con sus besos y le susurraba al oído que hablase menos y cabalgase más, pues todo estaba bien calculado de antemano. Ante lo cual el muchacho no tenía más remedio que obedecer con todo su pesar...
Y como todo pasa en esta vida, pasó también el tiempo y un buen día llegaron al castillo heraldos que traían la nueva de que don Fadrique, señor de Ejulve, entraría en sus tierras de ahí a una semana y que todo debía estar preparado para una gran fiesta, pues muchas eran las riquezas atesoradas en sus victoriosas batallas contra los enemigos de Cristo.
Entonces doña Leonor púsose en acción y ordenó a sus criados que se reuniesen con ella en el salón del castillo, dictando entonces la dama de modo muy autoritario, claro y conciso una serie de instrucciones que debían ser muy derecha y rápidamente obedecidas si no querían los plebeyos sufrir la cólera de la dama y de su noble esposo. Mandó doña Leonor cubrir con paños de luto todas las estancias del alcázar, ordenó a Alonsillo que preparase en el panteón de la fortaleza una pequeña tumba con su lápida sin nombre en ella y dejó bien establecido que nadie debía responder a pregunta alguna del conde sin su permiso ni consentimiento, limitándose a poner triste semblante y guardar silencio ante el señor cuando llegase.
Y así se hizo. Por su parte, la dama vistióse ropas de luto y esperó encerrada en sus aposentos la llegada de su marido ensayando muecas de dolor y expresiones de gran tristeza. Llegó el día jubiloso en que don Fadrique traspasó las poternas de su castillo con gran alegría y deseos de volver a abrazar y besar a su dama cuando el conde se extrañó sobremanera al ver que nadie salía a recibirle y que todo el recinto rezumaba luto y dolor. Cada vez más extrañado, preguntó a sus criados qué cosa ocurría para tan triste celebración de su regreso, pero nadie supo responderle, quedando todos cabizbajos, silenciosos y serios.
Arreció el barón su voz llamando a doña Leonor y el mismo Alonsillo díjole al conde que su esposa estaba en su alcoba, aguardándolo. Y allá se dirigió el noble caballero con el alma en un puño y alas en los pies, para encontrar a su esposa llorando, vestida de luto y abrazada a una pequeña manta. De boca de su adorada esposa supo don Fadrique que dos años atrás, tras su partida a la guerra contra el moro, dejaba el conde a su esposa la simiente de un infante en su vientre. Supo también que el embarazo se había visto en peligro por causa del maldito cinturón de castidad, que presionaba al niño impidiendo su normal desarrollo hasta tal punto que el incómodo artilugio debió ser quebrantado para permitir el feliz alumbramiento del infante. Pero tarde fue tomada la decisión, ya que el pobre niño nació muerto... Ordenó entonces la desdichada madre enterrar al neonato en el panteón familiar sin nombre ni fecha que lo recordase, pues no había podido ser bautizado. Y asimismo dio orden estricta de que el maldito armatoste que había matado al hijo del conde fuese fundido para siempre y con su metal se fabricasen cadenas para los perros.
Grande fue la tristeza de don Fadrique ante tan horrorosas noticias. Bajó el noble al panteón, rezó ante la vacía tumba de su primogénito, lloró abundantes lágrimas, guardó el luto prescrito por la Santa Madre Iglesia y juró a su esposa que jamás volvería a ceñirle el horrible instrumento de tortura, ante el secreto regocijo de la dama.
Y efectivamente, así sucedió que cuantas ocasiones fue don Fadrique requerido para unir sus mesnadas a las del rey de Aragón, dejaba a su esposa libre de hacer con sus encantos lo que apeteciera, y poco a poco fueron correteando por el castillo pequeños Fadriquitos y algún que otro Alonsillo mientras el noble señor rascaba los techos de sus aposentos con su frente tan guarnecida de cuerno...
Vean vuesas mercedes lo que la mujer es capaz de discurrir cuando quiere hacer cumplir su voluntad. Líbrenos Dios de sus tretas...
Muy bueno, sí señor.
ResponderEliminarCasi me da pena Fadrique, pero después de todo se lo tenía merecido con eso de dejar al pibón en manos de los subalternos. Ya lo dice el refrán: "Non me fierres, Fadrique, non vaya a ser que me pique, y en abriendo yo aquestas latas, me pongan a cuatro p...".