TEMPUS FUGIT (“El tiempo huye”)
(Texto ganador del "Concurso de relatos cortos V Jornadas Medievales - 2012" de Anento)
- ¡Va, todos a una! ¡¡Aaaaaaaarrriba!!
(Texto ganador del "Concurso de relatos cortos V Jornadas Medievales - 2012" de Anento)
- ¡Va, todos a una! ¡¡Aaaaaaaarrriba!!
Los tres muchachos alzaron el poste del pabellón hasta ponerlo vertical. Era
el último que quedaba por montar. Carlos apremió:
- ¡Venga, chicos, que es el último! ¡Éste vamos a vestirlo bien, que
será el de exposición…!
El campamento tenía un aspecto estupendo. Más de diez tiendas conformaban un
verdadero “castrum” medieval con su toldo en el centro, cobijando las
mesas y bancales que habrían de servir para guarecerse de la lluvia (las
previsiones meteorológicas eran inquietantes, aunque en ese momento lucía un sol
espléndido) durante las comidas y actividades al aire libre propuestas en el
programa del evento. Las “V Jornadas Medievales de Anento” prometían ser ese año
las mejores que hasta la fecha se habían celebrado en la bella localidad
zaragozana. No iba a faltar detalle, se habían cuidado hasta los aspectos en
apariencia más nimios: la vajilla, la cubertería, los materiales de escritura,
los talleres de cosido de cuero, y hasta de trabajo de forja y reparación de
cotas de malla respondían en todos los aspectos a los que debían realizarse en
un campamento medieval de mediados del siglo XIV. Los recreacionistas,
impecablemente vestidos con sus trajes de faena, habían puesto toda la carne en
el asador en un órdago a la grande. Y eran plenamente conscientes de ello.
El último pabellón estaba por fín alzado y listo. Carlos, Luis, Mariano y
Chorche cubrieron el suelo con pieles de cabra y colocaron en el interior la
cama de listones de madera (sin un solo tornillo u otro material anacrónico) y
colchón de plumas cubierto con mantas de piel de oso, los anaqueles con sus
lámparas, vajillas y libros, la mesa con su candelabro de tres brazos y la
pequeña reproducción de la “Majestat Batlló” a modo de altar portátil,
la silla de tijera con su piel de oveja, los colgadores con el gambesón y otras
prendas caballerescas y el baúl con el resto del ajuar de un noble aragonés de
la época. En la cabecera de la cama descansaba la espada del caballero con su
vaina y correajes. La tienda de don Atho de Foces no tenía nada que envidiar a
la que seis siglos antes hubo de disfrutar el ricohombre de natura del reino de
Aragón para quien estaba destinada.
La tarde había sido dura. Tras la cena la sobremesa no se alargó mucho pues
todos los participantes en el evento estaban reventados de cansancio y, poco a
poco, fuéronse retirando a sus lugares de pernocta. Alberto fue de los primeros
en despedirse. Los ojos se le cerraban de puro sueño y se dirigió hacia el
albergue y coger la cama con todo el gusto del mundo. Vestido con el camisón, la
saya, el tabardo, la crespina, el cinto y la capa, rebuscó en su bolso las
llaves del coche para recoger en él su equipaje, abrió la portezuela y se sentó
en el asiento del conductor. Antes de abrir el maletero, le invadió una profunda
sensación de cansancio e inclinó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos. Pensó
en el trabajo que les esperaba a todos en los dos próximos días y se quedó
irremediablemente dormido…
Le despertó el canto de un gallo, muy cerca de su cabeza. El día era brumoso,
la niebla apenas permitía atisbar unos metros por delante del parabrisas…
“Un momento” -pensó Alberto en ese atontamiento del despertar- “¿Me
he quedado dormido toda la noche? ¡La madre que me parió, si tenemos que
preparar el desfile antes de las diez!”… Pero justo entonces, al mirar
bien, descubrió que no estaba sentado en el cómodo asiento del automóvil, sino
en un poyo de piedra, con la cabeza reclinada en un murete y los huesos
doloridos por la frialdad y la dureza de su incómodo lecho. Se puso en pie,
súbitamente, y alzó la vista hacia la villa. El aspecto que ofrecía Anento,
entre la bruma, era completamente distinto. La plaza con su pintoresco
árbol-fuente, el parque donde se levantaban los pabellones, la casa de Cultura y
su bar... todo había desaparecido. Ante él se alzaba una muralla maltrecha sobre
la cual se asomaba un campanario que, justo en ese momento, comenzó a voltear
sus campanas anunciando la hora de apertura de las puertas…
Alberto estaba absolutamente confuso. “A ver… recapitulemos… yo me he
quedado dormido en el coche… ¿Dónde está todo el mundo, qué hora es, qué diablos
está pasando?” Rebuscó en el bolso de tela que colgaba a su costado y no
pudo hallar más que una docena de florines de oro y plata con la efigie de San
Juan Bautista. Ni las llaves del coche, ni el móvil, ni los pocos euros que
llevaba en previsión de posibles gastos. Nada…
Buscando una respuesta a las miles de preguntas que se agolpaban en su
cabeza, Alberto dirigió sus pasos hacia la cuesta que parecía conducir a las
murallas de adobe de la villa que se alzaba en la cúspide de la colina. Poco a
poco la bruma fue dejando paso a un tímido sol veraniego que iluminaba los muros
de piedra y argamasa. Cansado por la caminata, Alberto llegó a un portillo que
acababa de abrirse y fue detenido por un par de guaytas armados con lanza y
espada que le dijeron algo, sonrientes, en una lengua que parecía una mezcla de
aragonés antiguo y latín y que no pudo comprender del todo (¿Qui soz vos,
senyer? ¿Cosa querez, tan tempranero? ¿Alcaso dentrar ta la villa a ista ora del
maitín?)[1], aunque le sonaba a prohibición del paso y petición de cuentas
con cierta sorna. Mas como todo el mundo tiene un precio en esta vida Alberto
echó mano a su bolso, sacó dos monedas de plata y se las dio al guayta en
silencio y con ademán soberbio mientras acariciaba la empuñadura de la daga que
colgaba de su cinto. El soldado no hizo más preguntas. Guardó las monedas en su
faltriquera, agachó la cabeza en un saludo, se apartó respetuosamente a un lado
y le dejó el paso franco… Sudando de puros nervios tras ese primer “examen” de
su propio personaje histórico, el “caballero” penetró en la ciudad por la puerta
sur dejando a los guaytas comentando lo extraño de que un noble señor no fuese a
caballo y acompañado de sus criados y guardias de escolta…
La villa comenzaba a bullir de actividad a esa temprana hora, pero se notaba
un ambiente de temor en las calles. Anento era apenas un villorrio que parecía
esperar una catástrofe cercana y Alberto encaminó sus pasos hacia el interior
cayendo poco a poco en la cuenta de que, por razones que la lógica era incapaz
de explicar, tenía la inmensa fortuna (o desgracia) de encontrarse en la villa
de Anento en… ¿en qué fecha? Comprobó que la torre de la iglesia de San Blas
tenía un aspecto distinto, el pavimento -cubierto con paja seca en algunos
tramos- era de tierra con huellas de herraduras, no había aceras y las casas
estaban construidas en madera y adobe, de apenas un solo piso de altura y con
las puertas y ventanas enmarcadas en madera tosca. Algunas mujeres barrían los
portales y dejaban su faena bruscamente, inclinando la cabeza con asombro a su
paso, como si les extrañase ver en las calles del villorrio a personaje tan
aparente. Alberto tuvo que apartarse un par de veces para dejar espacio a unas
mulas que se dirigían al centro de la villa.
De pronto, a sus pies, vislumbró
algo entre el polvo y la paja. Se agachó y recogió del suelo un tosco colgante
de madera con la imagen de la Virgen. Alguien, en su precipitación, debía
haberlo perdido. Tenía que llevarse al menos un recuerdo de su sueño, si es que
tal era lo que le estaba ocurriendo…
Fue al llegar a la plaza mayor, donde empezaban a juntarse mujeronas que
acudían temerosas con bultos al hombro, comadres parloteantes, ancianos y niños
de la mano de sus madres, cuando se dió cuenta de que apenas había hombres entre
los presentes. Debían estar en el campo, o tal vez preparando la defensa del
castillo. Sólo entonces pudo deducir que se hallaba en unas fechas no alejadas
de ese año de 1357 en que iba a producirse el ataque de las tropas castellanas a
la villa de Anento, en el marco de la Guerra de los Dos Pedros. ¡Los Cielos le
había concedido el privilegio de asistir a la auténtica defensa del castillo de
Anento que iba a recrear con sus compañeros! Alberto escuchó a una de las
comadres recién llegadas comentar preocupada a una amiga: “Por yo rai, que
una enrestida desta alzaria ye muito periglosa ta las chens de la villa, pero
cualcosa me diz que uei non ye de costumbre. ¿Ya es llegau dende Daroca micer
Martín Polo? Charra, chárrame más de ixe afer de camín enta casa
mía…”[2].
Nadie parecía reparar en su aspecto, fuera de las expresiones de respeto que
sus ropas causaban en los transeúntes. Pero precisamente su indefensión y la
bolsa que colgaba de su costado habían despertado también la codicia de otros
personajes no tan respetuosos con su aspecto de noble señor. Cuando Alberto
entraba en una estrecha calle que se dirigía a la iglesia de San Blas, sintió un
fuerte golpe en la cabeza propinado por un asaltante vestido con harapos que
salió de una casucha tras él y le atacó por sorpresa. Antes de caer desmayado
sintió cómo urgaban en su bolso y escuchó a uno de sus asaltantes gritar:
“¡Por a Santa Cruz, buen brazato de florins levaba iste fozín! ¡Buena borina
ta nuei, Somarro!”[3]
Y Alberto se deslizó en la oscuridad…
Despertó dentro del coche, de nuevo. El sol era radiante y sintió que los
huesos le dolían por la postura, mas no notaba ningún malestar en la cabeza.
Alberto miró por el parabrisas y todo volvía a estar allí, ante sus ojos, como
siempre. La carretera, la plaza, la fuente, el parque… Salió del automóvil sin
saber aún si todo había sido un sueño o un viaje en el tiempo. Llegó al
campamento, donde todos empezaban ya a prepararse para el desfile hasta la
iglesia. Carlos le dijo: ¿Dónde te habías metido? ¡Faltan diez minutos,
venga cámbiate! Alberto entró en la tienda de intendencia donde tenía sus
ropas. Cuando salió, vestido con el gambesón, almófar, cota de malla, yelmo y
espada, no pudo evitar decir entre dientes: “Ni idea, colegas… ¡No tenéis ni
idea!”
Desde su pecho, una humilde Virgen de madera miraba también los preparativos
de la comitiva.
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[1] “¿Quién sois, señor? ¿Qué queréis, tan madrugador? ¿Acaso entrar a la
villa a esta hora de la mañana?”
[2]“Por el rey, que un ataque de esta importancia es muy peligroso para las
gentes de la villa, pero algo me dice que esta vez no es uno más. ¿Ha llegado
desde Daroca don Martín Polo? Habla, cuéntame más de este asunto de camino a mi
casa”
[3] “¡Por la Santa Cruz, buen puñado de florines llevaba este cerdo! ¡Buena
juerga esta noche, Somarro!”